Una pasión culpable

"Yo presentaba informes falsos, pero eran cosa de rutina, y conseguía ganar un par de horas con Sally en mi habitación del Cervantes. Mientras la esperaba, me quitaba la ropa y me ponía el albornoz. Ella llamaba a la puerta: un golpecito seguido de otros dos. Ya entraba descalza, y antes de abrazarnos y besarnos se había quitado la falda. Sus besos eran poderosos, y cuando yo no estaba de humor los calificaba de «sandwiches gomosos». Pero por lo general estaba de humor. Desnudos, trastabillábamos hacia la cama, y en el camino nos apoderábamos mutuamente de la carne del otro antes de sumergirnos en la canción de los muelles del colchón. Hay cientos de palabras para definir al pene, pero polla es la que mejor casa con felación. Se entregaba abiertamente a la lujuria, al abandono, y su hambre por la picha yanqui de Hubbard le infundía a ésta una mente propia, convirtiéndola en un sabueso sin trailla, en una bestia saqueando el templo de su boca, sólo que ¿quién podría llamarla templo? En una de nuestras conversaciones poscoito, me confesó que, desde los tiempos de la escuela secundaria, había sentido un apetito natural, o quizás una sed, por este puesto de avanzada de lo prohibido y, por Dios, para cuando llegó a mí estaba fuera de control.

Yo, a mi vez, estaba desarrollando gustos e inclinaciones que no sabía que poseyera. Al poco tiempo, empezó a presentarme el ombligo y el vello púbico, y yo, al enfrentar las opciones contradictorias de dominación o igualdad, inclinaba la cabeza para explorar su arenosa y enmarañada mata. Si soy cruel al decir que se trataba de un pelo salvaje y áspero, es porque eso poco significaba. Lo realmente importante era la ávida boca detrás del pelo que saltaba para encontrar una parte de mi ser cuya existencia yo ignoraba hasta que, abandonado, empezaba a chuparla y a pasarle la lengua. Jamás hubiera creído que mis críticos labios fuesen capaces de una cosa así hasta que un día se abrieron a la necesidad desnuda de recorrer el abismo que llevaba desde el universo de su culo hasta ese otro universo más allá de él. El único momento en que me sentía próximo a Sally Porringer era cuando su boca me rodeaba la polla y mi cara se adhería al cañón abierto entre sus piernas. ¿Quién podría saber las cosas que nos decíamos en esos momentos? Supongo que lo que intercambiábamos no era amor sino todos las otras magulladuras y los otros deseos estrujados, ¡que tanto abundaban! Yo estaba llegando a la conclusión de que la lujuria debía de ser la inmensa excitación que sentíamos al dar rienda suelta a las toneladas de mediocridad que encerramos. (Después, solo en la cama, me preguntaba si había ingerido una nueva mediocridad junto con la vieja que acababa de evacuar.) Descubría que tenía el entusiasmo de un atleta de escuela secundaria y al mismo tiempo la fría apreciación propia de un T. S. Eliot, capaz de percibir con nobleza cada desdichado matiz. Con respecto al acto en sí, debo decir lo siguiente. Cuando nos levantábamos, empapados de sudor y del agrio lodazal de habernos alimentado mutuamente, mi coito brotaba con felicidad y empuje. Follar deprisa era poner el corazón en la infracción y bombear suficiente sangre a la cabeza para lograr desterrar a Thomas Stearns de la familia Eliot. Uno aceleraba los motores del alma y el azúcar del escroto -qué alegría descubrir que el escroto de un Hubbard también segregaba azúcar- subía, subía, dejaba atrás la colina y llegaba al inexplorable empíreo del más allá. Esa visión parecía desaparecer casi tan pronto como se vislumbraba. Por un tiempo me sentía feliz al saber que era un hombre, y que me deseaba, y yo le daba placer. Antes de que me diese cuenta, volvía a ponerse cachonda. No era insaciable, pero casi. Después de la tercera vez, yo volvía a pensar en Lenny Bruce, y lo peor de toda esta pasión no eran los sucesivos embotamientos, sino saber que cuando terminásemos no sabríamos qué decirnos. En esta situación éramos tan esencialmente felices el uno con el otro como dos desconocidos que tratan de entablar una conversación en un tren".


De "El fantasma de Harlot", Norman Mailer. (Trad. Rolando Costa Picazo)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

no sabia de este blog. a ver...
wilcach

Felipe dijo...

Es el blog "literario"

Anónimo dijo...

y las viejas guey? uy aca no se puede firmar con nombre si uno viene loggeado de wordpress? eh puto.